Apenas quedan unas pinceladas en
mi mente de la primera vez que visité la ciudad, allá por el año 2000. Muchas
cosas han cambiado desde entonces, no solo en Dublín, sino también en los ojos
que la miran. De aquellos días de aventura, recuerdo una calle llena de gente y
callejuelas encantadoras a los lados que casi pasaban desapercibidas entre la
multitud.
Hoy, esas pequeñas y escondidas
callejuelas son el mayor encanto y la esencia de una ciudad bendecida y
castigada a la vez por el cielo, llena de agua y vida en todos los rincones.
Cada una de ellas abre la puerta a un mundo nuevo de sensaciones, ocultas a los
ojos que no alcanzan a ver más allá. Para la mayoría, Dublín es una ciudad
pequeña, de gentes amables y sonrientes que impregnan de alegría los oscuros
pubs. Para mí, es un conjunto de bellezas naturales por descubrir, unidas entre
sí por misteriosas sendas llenas de sensaciones.
Entre nubes y tormentas, se
refugia del paso devastador de los turistas ofreciendo banales vestigios de lo
que es en realidad su belleza. Una fábrica de cerveza, un bar emblemático, una
estatua y una canción, y los turistas parten felices habiendo conocido una
ínfima y efímera parte de lo que la ciudad tiene que ofrecer. En cambio, cuando
entre lluvias se ofrece una tregua, el capullo florece y abre el camino entre
la maleza hacia el verdadero espíritu de Irlanda. Parques como Yveagh o Merrion
demuestran que el verdor no se encuentra únicamente en la bandera, que la
naturaleza es una piedra angular de la cultura irlandesa. Una sensación de
libertad y paz impregna estos lugares sagrados que incitan a la reflexión y a
la tranquilidad.
Pero Irlanda no es solo Dublín,
ni Dublín solo es el centro, sino que extiende sus alas y abarca otros muchos
lugares entrañables de los alrededores, como Howth, con sus increíbles rutas
por los acantilados y el muro hecho de conchas violetas de mejillón, el puerto
y el acogedor pueblecito de pescadores; Clontarf, el castillo y el parque de
las rosas, donde una vez al año se celebra una fiesta vikinga digna de mención;
y ya más alejado, en otro condado, pero que suele contabilizar como encanto de
los alrededores de Dublín, Bray, las espectaculares vistas de la costa en tren
y el sendero por el acantilado hasta Greystones, en Wicklow. Estas son algunas
de las maravillas que hay que descubrir, en tan solo unas millas a la redonda,
en esta isla plagada de riqueza y esplendor.
Tras todo este tiempo, es
imposible olvidar ahora el olor a tierra húmeda, el sonido de las gaviotas al
despertar, los paseos interminables por la ciudad georgiana, los parques y los ardientes
colores del florecer de las rosas. Imposible saciar el ansia de descubrir más y
de mantener las imágenes vivas en la memoria para experimentar las sensaciones
una y otra vez. E imposible es también evitar el querer compartir esa
experiencia y sensaciones con el mundo.